¿Qué perdemos cuando muere un cronista?
La
tradicional figura del recopilador y redactor de datos y hechos del pasado y
presente, del ciudadano acucioso, sufrió una mutación al paso de los siglos y
los años recientes.
De aquellos viajeros
que cargados de baúles y pergaminos, de los que se iban por el mundo dando
cuenta de sus encuentros con razas y culturas, de las costumbres y exóticas
formas de vida de las comunidades, pasaron a ser ciudadanos con residencias
permanentes, a regresar al punto de origen y desde ahí, formar, integrar,
reinterpretar sus mapas, sus mapas mentales, y difundir la información, en
forma impresa, posteriormente.
Esa
actividad, en muchos casos, fue valorada y convertida en una profesión, en una
distinción, de notables, cercanos a la nobleza, a la cual sólo se podría
aspirar con el dominio del conocimiento. En la antigua Grecia y Roma, ya se da
cuenta de ello. En otro tiempo, los
reinados, nombraron a sus escribas y
posteriormente, ya en el Renacimiento, a sus cronistas oficiales, figura que
todavía hoy tiene vigencia.
Aún cuando
se conservaron esas hidalguías, ese carácter de trotamundos, de registradores, de
anotadores de la historia, del pasado, en los últimos años, su especialidad se robusteció
para entrar en otras ramificaciones y batallas.
Al mismo
tiempo que se institucionalizó para formar
parte del poder en turno y ser ocasionalmente
consejeros, también se integró a la gran plataforma de la nueva burocracia, de
los centros de estudio, de las plantillas en las universidades e institutos.
Entonces, tenemos, una crónica oficializada, muy dispuesta a consentir los
actos de gobierno, o bien, los que están en la academia, a ser transcribas, pega párrafos y publicar
alguna que otra historia original, sólo como requisito que le demanda la
institución para cobrar un salario.
La otra
crónica, es la que está en las historias de lo inmediato, en los libros, en las
investigaciones originales, en los monumentos sepultados, en los cuadros de
autores anónimos, en incunables arrumbados, en las montañas, en las calles, en
los pueblos, en los barrios.
El cronista es
quien recupera información, redacta para mantener viva la memoria. Es quien nos
ilustra el pasado para ver el futuro, para estar en el presente. Es el velador
de una sociedad. Es el maestro, que en forma didáctica nos dice cómo se dibujó,
paso a paso, una ciudad, una sociedad. Nos permite conocer el linaje de las
familias, sus historias, sus migraciones de un país a otro. Es el contador de
historias de la cultura.
Y en esa
etapa de la transgresión del cronista institucional al cronista libre,
independiente, moderno, con inalcanzable nivel de conocimiento, utilizando
todas las modernas herramientas tecnológicas y digitales, también hay cronistas
únicos, como los libros incunables. Y son ellos, portadores de una nueva
estirpe, de un linaje histórico con mentalidad moderna, de una nueva era de
guerreros culturales, de quienes saben que el poder de la protección de un
patrimonio nacional y de la humanidad, radica en las comunidades, comunidades
cibernéticas, en la sociedad civil organizada. En la vigilancia permanente al gran poder por
parte de la comunidad artística e intelectual.
El cronista
moderno, es un detective de la historia. Es un decodificador de claves. Es un
inventor de métodos de estudio en la línea espiral de algo llamado tiempo. Es
el guardián, el gran maestro, el atesorador de nuestro acervo y patrimonio cultural.
Por eso,
cuando se pierde a un cronista, cuando desaparece de la faz de la tierra, se va
con él, un hilo nuestra historia. Nos deja en un paréntesis, sin andar parte
del camino. Y nos lega, entonces, sus enseñanzas. Indica entonces, una ruta: la
necesidad de preservar su memoria, como la nuestra, la historia colectiva, para
no dejarla perder, continuar con su labor. Y más si esos cronistas fueron tan
brillantes como su obra publicada y los tesoros acumulados en beneficio del
pueblo mexicano como fue su última palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario